Belépés
Elfelejtettem a jelszavamat

dos

2019-03-14

Lo que no logró el océano Pacífico con su paciencia parecida a la
eternidad, lo logró la escueta y dulce oficina de correos de San Antonio:
Mario Jiménez no sólo se levantaba al alba, silbando y con una nariz fluida
y atlética, sino que acometió con tal puntualidad su oficio, que el
viejo funcionario Cosme le confió la llave del local, en caso de que alguna
vez se decidiera a llevar a cabo una hazaña desde antiguo soñada:
dormir hasta tan tarde en la mañana que ya fuera hora de la siesta y
dormir una siesta tan larga que ya fuera hora de acostarse, y al acostarse
dormir tan bien y profundo, que al día siguiente sintiera por primera vez
esas ganas de trabajar, que Mario irradiaba y que Cosme ignoraba meticulosamente.
Con el primer sueldo, pagado como es usual en Chile con un mes y
medio de retraso, el cartero Mario Jiménez adquirió los siguientes bienes:
una botella de vino Cousiño Macul Antiguas Reservas, para su padre;
una entrada al cine gracias a la cual se saboreó West Side Story con
Natalie Wood incluida; una peineta de acero alemán en el mercado de
San Antonio, a un pregonero que las ofrecía con el refrán: «Alemania
perdió la guerra, pero no la industria Peinetas inoxidables marca
Solingen»; y la edición Losada de las Odas elementales por su cliente y
vecino, Pablo Neruda.
Se proponía, en algún momento en que el vate le pareciera de buen
humor, asestarle el libro junto con la correspondencia y agenciarse un
autógrafo, con el cual alardear ante hipotéticas pero bellísimas mujeres
que algún día conocería en San Antonio, o en Santiago, a donde iría a
parar con su segundo sueldo. Varias veces estuvo a punto de cumplir su
cometido, pero lo inhibió tanto la pereza con que el poeta recibía su correspondencia,
la celeridad con que le cedía la propina (en ocasiones más
que regular), como su expresión de hombre volcado abismalmente hacia
el interior. En buenas cuentas, durante un par de meses, Mario no pudo
evitar sentir que cada vez que tocaba el timbre asesinaba la inspiración
del poeta, que estaría a punto de incurrir en un verso genial. Neruda
tomaba el paquete de correspondencia, le pasaba un par de escudos, y
se despedía con una sonrisa tan lenta como su mirada. A partir de ese
momento, y hasta el final del día, el cartero cargaba las Odas elementales
con la esperanza de reunir algún día coraje. Tanto lo trajinó, tanto lo
manoseó, tanto lo puso en la falda de sus pantalones bajo el farol de la
plaza, para darse aires de intelectual ante las muchachas que lo ignoraban,
que terminó por leer el libro. Con este antecedente en su currícu-
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lum, se consideró merecedor de una migaja de la atención del vate, y una
mañana de sol invernal, le filtró el libro junto con las cartas, con una
frase que había ensayado frente a múltiples vitrinas:
-Póngame la millonaria, maestro.
Complacerlo fue para el poeta un trámite de rutina, pero una vez
cumplido con ese breve deber, se despidió con la cortante cortesía que lo
caracterizaba. Mario comenzó por analizar el autógrafo y llegó a la conclusión
que con un «Cordialmente, Pablo Neruda» su anonimato no
perdía gran cosa. Se propuso trabar algún tipo de relación con el poeta,
que le permitiera algún día ser alhajado con una dedicatoria en que por
lo menos constara con la mera tinta verde del vate su nombre y apellido:
Mario Jiménez S. Aunque óptimo le hubiera parecido un texto del tenor
de «A mi entrañable amigo Mario Jiménez, Pablo Neruda». Le planteó sus
anhelos a Cosme el telegrafista, quien, tras recordarle que Correos de
Chile prohibía a sus mensajeros fastidiar con requisitorias atípicas a su
clientela, le hizo saber que un mismo libro no podía ser dedicado dos
veces. Es decir, que en ningún caso sería noble proponerle al poeta -por
comunista que fuera- que tarjara sus palabras para reemplazarlas por
otras.
Mario Jiménez tuvo por atinada la observación, y cuando recibió el
segundo sueldo en un sobre fiscal, adquirió, con un gesto que le pareció
consecuente, Nuevas odas elementales, edición Losada. Alguna pesadumbre
lo alentó al renunciar a su soñada excursión a Santiago, y luego
el temor, cuando el astuto librero le dijo: «Y para el mes próximo le tengo
el tercer libro de las Odas».
Pero ninguno de ambos libros llegó a ser autografiado por el poeta.
Otra mañana con sol de invierno, muy parecida a otra tampoco descrita
en detalle antes, relegó la dedicatoria al olvido. Mas no así la poesía.

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