Belépés
Elfelejtettem a jelszavamat

uno

2019-03-14

En junio de 1969 dos motivos tan afortunados como triviales condujeron
a Mario Jiménez a cambiar de oficio. Primero, su desafecto por las
faenas de la pesca que lo sacaban de la cama antes del amanecer, y casi
siempre, cuando soñaba con amores audaces, protagonizados por heroínas
tan abrasadoras como las que veía en la pantalla del rotativo de San
Antonio. Este talento, unido a su consecuente simpatía por los resfríos,
reales o fingidos, con que se excusaba día por medio de preparar los
aparejos del bote de su padre, le permitía retozar bajo las nutridas mantas
chilotas, perfeccionando sus oníricos idilios, hasta que el pescador
José Jiménez volvía de alta mar, empapado y hambriento, y él mitigaba
su complejo de culpa sazonándole un almuerzo de crujiente pan, bulliciosas
ensaladas de tomate con cebolla, más perejil y cilantro, y una
dramática aspirina que engullía cuando el sarcasmo de su progenitor lo
penetraba hasta los huesos.
-Búscate un trabajo -era la escueta y feroz frase con que el hombre
concluía una mirada acusadora, que podía alcanzar hasta los diez minutos,
y que en todo caso nunca duró menos de cinco.
-Sí, papá -respondía Mario, limpiándose las narices con la manga del
chaleco.
Si este motivo fuera el trivial, el afortunado fue la posesión de una alegre
bicicleta marca Legnano, valiéndose de la cual Mario trocaba a diario
al menguado horizonte de la caleta de pescadores por el algo mínimo
puerto de San Antonio, pero que en comparación con su caserío lo impresionaba
como fastuoso y babilónico. La mera contemplación de los afiches
del cine con mujeres de bocas turbulentas y durísimos tíos de
habanos masticados entre dientes impecables, lo metía en un trance del
que sólo salía tras dos horas de celuloide, para pedalear desconsolado de
vuelta a su rutina, a veces bajo una lluvia costeña que le inspiraba resfríos
épicos. La generosidad de su padre no alcanzaba a tanto como para
fomentar la molicie, de modo que varios días de la semana, carente de
dinero, Mario Jiménez tenía que conformarse con incursiones a las tiendas
de revistas usadas, donde contribuía a manosear las fotos de sus
actrices predilectas.
Fue uno de aquellos días de desconsolado vagabundeo, cuando descubrió
un aviso en la ventana de la oficina de correos que, a Pesar de
estar escrito a mano y sobre una modesta hoja de cuaderno de matemáticas,
asignatura en la que no había destacado durante la escuela primaria,
no pudo resistir.
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Mario Jiménez jamás había usado corbata, pero antes de entrar se
arregló el cuello de la camisa como si llevara una y trató, con algún éxito,
de abreviar con dos golpes de peineta su melena heredada de fotos de los
Beatles.
-Vengo por el aviso -declamó al funcionario, con una sonrisa que emulaba
la de Burt Lancaster.
-¿Tiene bicicleta? -preguntó aburrido el funcionario.
Su corazón y sus labios dijeron al unísono. -S í.
-Bueno -dijo el oficinista, limpiándose los lentes-, se trata de un puesto
de cartero para isla Negra.
-Qué casualidad -dijo Mario-. Yo vivo al lado, en la caleta.
-Eso está muy bien. Pero lo que está mal es que hay un solo cliente.
-¿Uno nada más?
-Sí, pues. En la caleta todos son analfabetos. No pueden leer ni las
cuentas.
-¿Y quién es el cliente?
-Pablo Neruda.
Mario Jiménez tragó lo que le pareció un litro de saliva.
-Pero eso es formidable.
—¿Formidable? Recibe kilos de correspondencia diariamente. Pedalear
con la bolsa sobre tu lomo es igual que cargar un elefante sobre los hombros.
El cartero que lo atendía se jubiló jorobado como un camello.
-Pero yo tengo sólo diecisiete años.
-¿Y estás sano?
-¿Yo? Soy de fierro. ¡Ni un resfrío en mi vida!
El funcionario deslizó los lentes sobre el tabique de la nariz y lo miró
por encima del marco.
-El sueldo es una mierda. Los otros carteros se las arreglan con las
propinas. Pero con un cliente, apenas te alcanzará para el cine una vez
por semana.
-Quiero el puesto.
-Está bien. Me llamo Cosme.
-Cosme.
-Me debes decir «don Cosme».
-Sí, don Cosme.
-Soy tu jefe.
-Sí, jefe.
El hombre levantó un bolígrafo azul, le sopló su aliento para entibiar
la tinta, y preguntó sin mirarlo:
-¿Nombre?
-Mario Jiménez -respondió Mario Jiménez solemnemente.
Y en cuanto terminó de emitir ese vital comunicado, fue hasta la ventana,
desprendió el aviso, y lo hizo recalar en lo más profundo del bolsil-
Antonio Skármeta
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lo trasero de su pantalón.

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